10 días en Senegal. Día 6: Ziguinchor

Esta vez lo que me despertó fue el canto inconfundible de un gallo. En cuestión de minutos el silencio del amanecer empezó a borrarse; la gente salía a la calle, hablaba a viva voz, se saludaban, trajinaban de aquí para allá… un nuevo día empezaba en Ziguinchor.

Después de desayunar estuvimos esperando a que un amigo de Amédé, Clement, al que yo había conocido en el viaje en barco, nos trajera su moto. Nuestro plan en el viaje era reparar la antigua moto de mi amigo y utilizarla para movernos por Casamance. La idea me parecía genial, una moto parecía algo práctico para que dos personas se movieran sin demasiados problemas. Cuando le dijimos a Clement que nuestra moto tardaría en repararse al menos una semana él nos dijo, como quien cede un lápiz a su compañero de pupitre, que nos dejaba la suya. Y no sólo durante una semana, ¡sino que nos dijo que nos la prestaba hasta que yo volviera a España! Con dos motos en lugar de una el viaje podía ser aún mejor. Podríamos llevar con nosotros a los hijos de Amédé, así que las vacaciones serían más divertidas. Convenimos con Clement que pasaría a dejarnos la moto ese día a las 9.00 h de la mañana. Al final la moto llegó a las 10.00h. Era de un verde chillón bastante llamativo y, a primera vista, parecía bastante inofensiva. No parecía el tipo de moto capaz de destrozar un viaje…

Aquella mañana Amédé volvió a visitar al mago/adivino musulmán. Esta vez entré con él a la habitación y pude hablar con aquel señor. El hombre, de unos 50 años, nos esperaba en una habitación poco iluminada, tendido en el suelo cubierto de esterillas con su móvil descansando al lado y con una radio sonando en sordina. Iba vestido con un largo boubou azul marino y sobre su cabeza tenía un pequeño gorro cuadrado. Nos quitamos los zapatos y entramos educadamente. Lo saludé y me devolvió el saludo. Amédé y yo nos sentamos delante de él. Hubo un breve momento de silencio incómodo que se encargó de romper Amédé.

– Puedes preguntarle lo que quieras- me dijo con sorna.

– ¿Lo que quiera de verdad?- pregunté extrañado.

– Sí- le dijo algo al hombre que yo no entendí y éste me miró y me obsequió con una sonrisa llena de huecos. Acto seguido tendió su mano hacia mí y me dio un abanico de cáñamo. “El ventilador africano”, dijo Amédé. Entonces advertí que eran las 10.30 de la mañana y yo ya estaba sudando la gota gorda.

Amédé me presentó. El adivino se llamaba Ibrahima Diallo. Tras unas cuantas palabras de cortesía decidí tirarme a la piscina y saciar mi curiosidad. Yo le formulaba las preguntas a Amédé y éste las traducía al wólof. Ibrahima no hablaba un buen francés. La conversación fue algo así.

– ¿Qué es lo que haces? ¿Cuál es tu trabajo?- pregunté.

– La gente me pregunta cosas. Yo les digo lo que les va a pasar en su vida. Ayudo a las personas, les digo cómo prepararse…- contestó Ibrahima dándole a su voz una especie de entonación enigmática, como quien conoce un secreto pero no quiere revelarlo.

– Entonces…-dudé un momento- eres una especie de adivino.

– Sí, un adivino- respondió solemnemente, como si yo acabara de hacerle un cumplido.

– ¿Y cómo lo haces para adivinar?- temí que esta pregunta fuera demasiado lejos, que sonara como si estuviera dudando de sus “habilidades”. Pero al escucharlo, Ibrahima volvió a sonreír y cambió el curso de la conversación: yo pasé a ser el interrogado.

– ¿Cómos has llegado aquí?- me preguntó. Yo me quedé un poco descolocado porque no sabía a qué se refería concretamente con “aquí”

– No entiendo qué quiere decir…- le murmuré a Amédé.

– ¿Cómo has llegado aquí?- repitió Amédé.

– ¿A Senegal, a Ziguinchor o a su habitación?- volví a preguntar desconcertado. Amédé se encogió de hombros, así que decidí contestar lo primero que me vino a la mente- He venido en avión.

– ¿Y cómo lo has hecho para venir en avión?- inquirió de nuevo Ibrahima.

– Comprando los billetes- contesté sintiéndome un poco estúpido.

– ¿Cómo los has comprado?

– Con dinero- cada vez la conversación parecía menos seria, aunque Ibrahima no abandonó en ningún momento su pose ceremoniosa.

– ¿Cómo has conseguido el dinero?

– Trabajando.

– ¿Dónde?

– En la Universidad.

– ¿Haciendo qué?

– Ayudante de profesor.

Entonces Ibrahima calló. Sin dejar de mirarme empezó a cavilar, a pensar para sí mismo. Yo tenía la sensación de estar siendo examinado. Cuando empezaba a sentirme incómodo, el adivino volvió a hablar, esta vez de manera más solemne y más misteriosa que antes.

– Antes fuiste alumno- me miraba cómo buscando mi aprobación, así que asentí- por lo tanto, sabes lo que está bien y lo que está mal- volví a asentir. Ibrahima se quedó mudo y asintió hacia mí, como si acabara de revelarme algo importante y como si yo acabara de resolver un rompecabezas.

Y eso fue lo último que me dijo Ibrahima Diallo. Me señaló la puerta y me invitó a salir para hablar a solas con Amédé. Mientras esperaba fuera con el azote del sol golpeándome cada vez más fuerte, pensé en lo que me había dicho. Al final llegué a la conclusión de que el adivino había insinuado que él, igual que yo, había pasado por un proceso de aprendizaje que le permite tener ciertas “habilidades” especiales.

Al  salir de la habitación de Ibrahima, Amédé me dijo que éste nos iba a acompañar en el taxi porque tenía que ir a algún sitio cerca de nuestra casa. Así que aproveché y le hice esta foto furtiva:

Aquella tarde la pasamos en el patio de la casa de Amédé con el resto de chicos. Hermanos, primos, amigos, vecinos… Nos sentamos en corrillo y empezamos a hablar, mientras una de las hermanas de Amédé nos preparaba un sabrosísimo té. Volvieron a ofrecerme Kayou y volvieron a advertirme de que era muy fuerte y que no era necesario que bebiera si no lo aguantaba. Me hizo gracia ver a esos jóvenes fuertes y chulos mostrarse tan gallardos delante del blanco. Si ellos querían reírse de mí, ¿por qué no iba yo a hacer lo mismo? Envié a uno de los hermanos pequeños de Amédé a comprar una botella de whisky. Cuando la trajo los miré a todos y dije: “esto sí que es fuerte”. La mayoría de ellos no querían beber el alcohol que acababa de traer, arguyendo que era demasiado fuerte  y mirándome como si estuviera loco. Entonces se me ocurrió una idea que me pareció graciosa y provocativa, y les dije en francés:

– Pues en España bebemos esto cuando nos vamos de fiesta- hice una pausa para crear un poco de dramatismo, dibujé una amplia sonrisa y solté el dardo- De hecho, esto también lo beben las mujeres.

Las reacciones no se hicieron esperar. Todos empezaron a hablar, incrédulos. Mecsant, uno de los hermanos de Amédé, se llevó las manos a la cabeza profundamente turbado. No entendía como él, un hombre hecho y derecho, no podía aguantar una bebida que bebían las mujeres. Mois me dijo que él no quería beber para no mezclar con el kayou en un intento de salvar su dignidad. Al final todos acabaron bebiendo y desafiándome con la mirada como diciendo: “ves, nosotros somos hombres”. A Mecsant, particularmente, se le fue de las manos y acabó dando tumbos antes de ir a su habitación a dormir. Eran las 18.00 h de la tarde.

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La conversación se fue animando a medida que el whisky nos iba soltando la lengua. Alrededor de las 18.30h, llegó un chico llamado Antoine que había sido alumno de Amédé. Antes de venir a España, Amédé era director en un colegio internado de Oussouye. Antoine era huérfano y tuvo la suerte de que una pareja francesa lo adoptara cuando era pequeño. Me invitó a que en unos días visitara su casa en Djembéring, a orillas del océano. Estuvimos hablando un poco de su pueblo porque a mí me interesaba mucho conocerlo. Allí son diola pero hablan una lengua diferente llamada kwaatay.

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Durante la charla tuvimos tiempo de discutir acerca de muchas cosas y, sobre todo, hablamos de las diferencias entre España y Senegal. Amédé y yo quisimos explicarles cuál era la situación de los africanos que llegaban a nuestro país. Les dijimos que a menudo para ellos estaban reservados los peores trabajos y que muchos, sin papeles la mayoría, acababan sin trabajo y recogiendo chatarra (esto fue solo un ejemplo) por las calles de Barcelona. Su primera reacción fue de incredulidad. No podían creerse que en Europa pasase eso. Para la mayoría de ellos Europa es El Dorado. Amédé se encargó de desmentirlo y les dijo que ser africano en España puede ser muy duro. Todos escucharon absortos lo que les explicábamos, como si estuviéramos recitando una historia a medio camino entre lo fantástico y lo terrorífico. Luego quitamos hierro al asunto y les hablé de cómo eran las relaciones de pareja en mi país. Más bien de cómo se comportaban las parejas. Les dije que no había reparos en abrazarse y besarse en público. Todos abrieron los ojos como platos.

– Aquí no podemos hacer eso. Si lo hacemos estaríamos faltando el respeto a nuestros padres. No, no…eso aquí no podemos hacerlo- dijo Assaye, un gran amigo del que os hablaré más adelante.

– Pero entonces, ¿cuándo estáis con vuestras parejas?- pregunté yo con ganas de divertirme.

– Jaja- todos se rieron- Nosotros quedamos con nuestras mujeres de madrugada. Cuando los padres duermen. Así no se enteran.

Todos reímos. Entonces yo subí la apuesta y les describí una de las escenas que pueden darse en nuestras discotecas, en las que besarse es lo más comedido que hacen algunas  personas. Rápidamente todos me pidieron que los llevara a España y que les presentara a chicas. Amédé y yo rompimos en carcajadas. Y así, entre risas y buen ambiente, llegó la noche. Cenamos todos juntos, tomamos unas cervezas y nos acostamos temprano. Desde la cama escuchaba la actividad que había fuera. Gente de todas las edades hablando, disfrutando, jugando en las calles. Pensé que aquello sí que era una vida sana y tranquila, y en lo diferente que resultaba en comparación a España. Pensé en Ibrahima  y en su magia, en lo extraña que resultaría aquella conversación al explicarla a mis amigos. Pensé en la tarde que pasamos con los demás, en la mezcla de risas y seriedad que había marcado la conversación. Pensé que estaba disfrutando como un enano. Y pensé que el viaje sólo acababa de empezar.

No podía estar más equivocado.

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